La película dirigida por Cristian Bernard recorre con automatismo las postas habituales de los thrillers de suspenso concebidos para el consumo en plataformas.
Los thrillers psicológicos se han convertido en uno de los platos predilectos de la industria audiovisual contemporánea. En especial para las plataformas, que encuentran en ellos un terreno apto para la replicación de fórmulas ultra conocidas y, por lo tanto, de películas fácilmente asimilables para el espectador. Producida por Warner en asociación con HBO Max, donde llegará luego de su paso por la cartelera argentina, Ecos de un crimen es una muestra cabal de lo que ocurre cuando se piensan los géneros cinematográficos no como plataformas de despegue para crear mundos propios, sino como techo, como límite para un relato maniatado por un guion desesperado por funcionar como hermano menor de las adaptaciones de los libros Stephen King (imposible no pensar en una mezcla de El resplandor con La ventana secreta).
El único que parece preocupado por evitar que Ecos de un crimen sea otras de las tantas películas intercambiables sobre escritores chiflados con bloqueos creativos es el director Cristian Bernard, responsable junto a Flavio Nardini de esa rareza que fue –y sigue siendo– 76-89-03 (2000). Su reconocida filiación con el cine norteamericano de la década de 1970 se traduce en algunas ideas visuales de indudable potencia, materializadas sobre todo en las escenas nocturnas que transcurren en el exterior, en medio de uno de esos diluvios tan caros al cine de suspenso.
Por fuera de eso, la película recorre con automatismo las postas habituales de este tipo de relatos, empezando por una secuencia inicial que muestra –a través de un plano aéreo, como mandatan las normas– la llegada de Julián Lemar (Diego Peretti), su esposa (Julieta Cardinali), la hija de ella y el pequeño hijo de ambos a una casa coqueta casa en las afueras de la ciudad. La idea no es tanto pasar unas vacaciones como procurar un ámbito relajado para ver si de una vez por todas Julián, que viene de un año sufriendo picos de stress y otras jugarretas psicológicas, encuentra algo de tranquilidad para encarar la última parte de una exitosa saga literaria.
Desde ya que Julián tendrá cualquier cosa menos tranquilidad. Incluso apenas llega, durante un paseo con la nena, estruja un sapo hasta matarlo mientras su mente navega aguas turbulentas. Luego del inevitable corte de luz –aquí, en España, en Croacia o donde sea, parece que el suministro eléctrico no está preparado para lluvias intensas–, toca la puerta una jovencita en estado de shock (Carla Quevedo) que afirma que su marido acaba de matar a su bebé y que ahora va por ella. El matrimonio la aloja y Julián intenta llamar a la policía, pero obviamente no hay señal ni línea telefónica. Solo queda esperar. Una espera en la que Julián empieza a experimentar una serie de situaciones que podrían –o no– transcurrir únicamente en su cabeza.
La pareja de la chica (Diego Cremonesi en modo full loco) llega para concretar su faena, pero, ¿está realmente ocurriendo eso? Ecos de un crimen es de esas películas donde cada escena refuta la anterior a través de un mecanismo muy sencillo: Julián “despierta” de su trance y las últimas situaciones se retrotraen. El problema es que no hay mucho más allá de eso, y todo se limita a sostener a como dé lugar la duda de si el escritor efectivamente está loco o no. Basta con haber visto media película de este estilo para suponer la respuesta.
Por Ezequiel Boetti
Para Página 12